Jaime Guzmán, cordial

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Cegatón, friolento y alfeñique. Esa era la impresión que podía dar Jaime Guzmán a un observador de primer contacto. Anteojos de mucho aumento, abrigo café con bufanda hasta bien avanzada la primavera, y un caminar algo endeble. Guzmán carecía, en efecto, de los atractivos propios del postulante a triunfador. Parecía, de entrada, una persona convaleciente, quizás recién salida a la calle después de una dura enfermedad. Todo eso, hasta que comenzaba a relacionarse más directamente, hasta que comenzaba a hablar.

Entonces, el novato universitario, la sencilla pobladora o el escéptico periodista extranjero quedaban cautivados. Porque Jaime Guzmán fue la palabra hecha vida y una vida de palabras lúcidas, calurosas y fuertes.

De cegatón, nada. Veía las vidas ajenas con penetrante claridad, y hablaba sobre esas existencias con total lucidez. Un día, ante la queja por la supuesta desviación de uno de sus colaboradores desde el mundo gremial a la actividad política, aclaró el punto: "Parece que tú no entiendes qué es la vocación personal; aprende a respetarla; déjalo tranquilo".

Esas luces profundas sobre los demás lo llevaban a imaginar a cada uno de los suyos trabajando en esto o en aquello -en docencia, en comunicaciones, en política-, pero siempre tratando de dilucidar qué sería lo adecuado para cada persona y, por lo tanto, dónde podría servir mejor a Chile. En eso era planificador, no hombre de libre mercado.

Y de friolento, mucho menos. La calidez de su palabra tenía múltiples dimensiones: el afecto de sus preguntas interesándose por las circunstancias de las otras vidas, las felicitaciones por los logros obtenidos, las respuestas dentro y fuera de clases a las mismas preguntas que año tras año surgían de entre sus alumnos, la polémica sonriente, sin descalificaciones. Todo eso, cordialmente.

Por cierto, nunca olvidarán el calor de sus conceptos quienes oyeron, poco antes de su muerte, esa terrible decisión: "Ustedes tienen familia; no deben exponerse. Sólo yo hablaré para votar que no al indulto de terroristas".

Para qué decir si correspondía o no llamarlo alfeñique. Por el contrario, era evidente la fortaleza de su ritmo de trabajo, con horarios algo desplazados desde media mañana hasta bien entrada la noche. Una clase, y dos reuniones, y una entrevista, y 10 llamadas telefónicas, y la redacción de dos discursos, y otra reunión, y otra clase, y dos conversaciones personales... Y, entremedio, oración, oración. No paraba.

Tampoco se ocultaba la persistencia con que perseveraba en sus objetivos. Apoyado en una memoria colosal, le importaba mucho más llevar a la práctica la decisión acordada que modificarla a raíz de un cambio inesperado en las circunstancias. Igual con la penetración de un argumento, en el que no cejaba ante las objeciones, porque estando intelectualmente seguro, buscaba nuevas fuerzas para desarrollarlo y hacerlo convincente.

Y si llegaba el momento de corregir a otra persona, su fortaleza era temible: "¿Por qué no cambias ese mal genio? ¿No ves que a veces no se te pueden encargar algunas cosas?". Comentarios tremendos, llenos de afecto, pero exigentes por su conocimiento certero de la debilidad ajena.

Hay quienes siguen empeñados en discutir si en política fue o no un intelectual; si había leído mucho o poco; si fue o no original en su pensamiento; si se guiaba por las ideas puras o sucumbió a veces a la necesidad de resultados.

Quizás sea otro el plano donde deba estudiárselo más detenidamente: como el hombre público chileno que con mayor eficacia administró afectos, generó vínculos, impulsó vocaciones. En eso fue insuperable.

Decisivamente, cordial.
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